El concepto de innovación, según Zaltman y otras personas autoras (1973), se vincula a tres dimensiones interrelacionadas. En primer lugar, se entiende como invención: un acto creativo mediante el cual dos o más ideas o elementos existentes se combinan de forma novedosa para dar lugar a una configuración no conocida previamente. En segundo término, la innovación también es el proceso mediante el cual una novedad llega a formar parte del conocimiento y del repertorio de acciones de quienes la adoptan. Finalmente, una innovación puede ser una idea, una práctica o un objeto material que ha sido creado o considerado como nuevo, independientemente de si ha sido adoptado o no.
En el ámbito educativo, muchas voces han reflexionado sobre el sentido y la necesidad de innovar. Jaume Carbonell (2012) lo resume así:
“Conjunto de ideas, procesos y estrategias, más o menos sistematizados, mediante los cuales se trata de introducir y provocar cambios en las prácticas educativas vigentes. La innovación no es una actividad puntual, sino un proceso, un largo viaje o trayecto que se detiene a contemplar la vida en las aulas, la organización de los centros, la dinámica de la comunidad educativa y la cultura profesional del profesorado. Su propósito es alterar la realidad vigente, modificando concepciones y actitudes, alterando métodos e intervenciones y mejorando o transformando, según los casos, los procesos de enseñanza y aprendizaje”.
Por su parte, Francisco Imbernón (1996) define la innovación educativa como:
“La actitud y el proceso de indagación de nuevas ideas, propuestas y aportaciones, efectuadas de manera colectiva, para la solución de situaciones problemáticas de la práctica, lo que comportará un cambio en los contextos y en la práctica institucional de la educación”.
Incorporar la capacidad de innovar en la práctica docente no es una opción, es una urgencia. Las formas tradicionales de gestionar el proceso de enseñanza y aprendizaje no están respondiendo a las necesidades del presente. Los indicadores actuales sobre calidad educativa indican que muchas personas jóvenes no están recibiendo una formación adecuada para enfrentarse a los retos de este milenio.
El mundo que rodea a nuestras escuelas cambia a un ritmo vertiginoso. Mientras una parte significativa del alumnado, con acceso al entorno digital, aprende a crear contenidos, diseñar entornos de juego y simulación, editar y compartir vídeos, o sumarse a movimientos sociales globales, en muchas aulas persisten modelos rígidos, enciclopédicos y unidireccionales. Mientras fuera se fomenta la colaboración, la creatividad y la participación activa, dentro del aula aún se prioriza el trabajo individual, pasivo y estandarizado como principal estrategia de aprendizaje.
Por eso, innovar no es solo introducir tecnología ni aplicar una moda pedagógica. Innovar es repensar el para qué, el cómo y el con quiénes enseñamos. Es abrir espacios para la reflexión, para el cambio y, sobre todo, para construir una educación más inclusiva, motivadora y conectada con la vida real de nuestras niñas, niños y jóvenes.
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