El aula es un universo diverso. Cada estudiante trae consigo un conjunto único de comportamientos, historias y desafíos. Como docentes, enfrentamos una pregunta recurrente: ¿cómo podemos entender y guiar la conducta de quienes compartimos este espacio de aprendizaje?
Aunque parezca un reto complejo, la clave está en observar, reflexionar y actuar con empatía. La conducta, ese conjunto de acciones que hacemos diariamente, no surge de la nada. Algunas de ellas son innatas, como un reflejo ante un estímulo, y otras se aprenden con la experiencia, como resolver problemas o respetar turnos en una conversación. Pero entender estas diferencias no es suficiente; necesitamos herramientas concretas para intervenir cuando las cosas no van como esperábamos.
Las bases del cambio
En el mundo de la psicología, dos enfoques son fundamentales para trabajar la conducta en el aula:
El condicionamiento clásico, desarrollado por Pavlov, nos muestra cómo asociar estímulos con respuestas. Por ejemplo, un refuerzo positivo —como elogiar el esfuerzo— puede asociarse con actividades desafiantes, haciendo que el alumnado las perciba de forma más positiva.
El condicionamiento operante, liderado por Skinner, nos enseña que las consecuencias moldean nuestras acciones. Recompensar comportamientos adecuados o ignorar conductas que buscan atención innecesaria puede ser clave en la gestión del aula.
Ambos enfoques, cuando se aplican con sensibilidad, permiten a docentes construir entornos donde el aprendizaje se potencia y los problemas de conducta disminuyen.
¿Y qué hacemos con las conductas desafiantes?
En el aula, las conductas problemáticas pueden aparecer en forma de inatención, desafío a la autoridad o incluso conflictos con otros compañeros y compañeras. Más allá de etiquetar, necesitamos entender el contexto de cada comportamiento. ¿Qué nos está diciendo el estudiante con su conducta?
Los trastornos como el TDAH, el negativismo desafiante o los problemas de conducta son señales de que algo más profundo está ocurriendo. Aquí, la formación docente y la colaboración con familias y especialistas son esenciales para identificar necesidades y diseñar intervenciones específicas.
Cambiar el foco
La educación no se trata solo de impartir conocimiento, sino de construir relaciones. Observar, escuchar y actuar desde la empatía nos permite reconocer que detrás de cada conducta hay una persona con una historia. Más que corregir, nuestro papel como docentes es acompañar.
No hay fórmulas mágicas para gestionar la conducta, pero sí principios universales: respeto, constancia y una firme convicción de que todas las personas pueden aprender y crecer si les damos las herramientas adecuadas.
Una última reflexión
Trabajar la conducta en el aula no es solo un desafío; es también una oportunidad. Una oportunidad para transformar el aprendizaje en una experiencia inclusiva, enriquecedora y humana. Como docentes, nuestra labor no termina con el conocimiento académico. Nuestra misión, quizá la más importante, es ayudar a formar seres humanos conscientes, autónomos y capaces de convivir en sociedad. Y eso, al final, es la verdadera magia de la educación.
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